domingo, 30 de noviembre de 2014

Iquique o la gran desolación

Kilómetros y kilómetros de carreteras solitarias, con ruinas de galpones, minas y fábricas abandonadas de lado y lado, una larga costa apenas transitada en donde sólo se oyen el viento asediando eternamente desde el desierto de Atacama y el mar en su eterno ir y venir desde el Pacífico, es lo que rodea hoy a la ciudad portuaria de Iquique, en la región de Tarapacá, una ciudad que guarda una historia de guerras, hambrunas, opresión y desolación.

Esta región pertenece hoy a Chile, ubicada al norte, pero alguna vez en el pasado perteneció a Perú y por breve tiempo a Bolivia, durante la guerra entre estos dos países en 1842. Igualmente pertenece a Chile desde la Guerra del Pacífico, ocurrida entre los tres países mencionados hacia 1880, de manera que la transformación de lo que era una pequeña aldea postcolonial a una ciudad reconstruida como una gran urbe no puede verse desligada de lo que fue un prolongado conflicto de intereses económicos. Y estos intereses se agudizan cuando el tentáculo capitalista de Inglaterra mete sus ventosas en la región con lo que fue su único motor de desarrollo: la industria salitrera. “Inglaterra había ocupado el lugar de España” afirma Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, y luego razona: “Hasta aquella época, el desierto había oficiado de zona de amortiguación para los conflictos latentes entre Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La guerra del salitre estalló en 1879 y duró hasta 1883. Las fuerzas armadas chilenas, que ya en 1879 habían ocupado también los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos, Iquique, Pisagua, Junín, entraron por fin victoriosos en Lima, y al día siguiente la fortaleza del Callao se rindió. La derrota provocó la mutilación y la sangría de Perú” (Siglo XXI editores, 2000, pág.228). 

Con el rápido desarrollo de la minería salitrera alrededor del puerto de Iquique, a finales del siglo XIX, ya definitivamente en manos de Chile, son los capitales ingleses quienes impulsan y desarrollan a esta ciudad, pero por supuesto un desarrollo meramente capitalista, a expensas de la pobreza de los pampinos. La región se empieza a llenar de inmigrantes ingleses, alemanes, españoles e italianos de clase media con diferentes intereses económicos asociados siempre con la industria salitrera, mientras el pueblo nativo, compuesto por bolivianos, peruanos y chilenos de las clases más bajas, así como algunos inmigrantes empobrecidos por la desleal competencia interna de la burguesía, comienzan a convertirse en obreros explotados, oprimidos y marginados.

Esta situación se mantiene hasta la primera década del siglo XX, cuando los trabajadores salitreros deciden organizarse y exigir reivindicaciones. Sus jornadas eran de 16 a 18 horas, les pagaban en fichas que sólo eran válidas para la misma empresa empleadora, es decir, no recibían remuneración real, no tenían derecho a la educación de sus hijos ni a seguro ni nada que se pareciera a beneficios sociales. Motivado a esto, la población minera de la vasta región de la Pampa chilena inició una caminata pacífica, con consignas, banderas y pancartas, sin armas, con sus esposas, hijos e hijas, desde todas las zonas aledañas, principalmente de la Oficina salitrera de San Lorenzo, en el cantón de San Antonio, hasta la Oficina principal de las minas de salitre en Iquique, la segunda semana de diciembre de 1907. Así rememora el último sobreviviente de esa manifestación, entrevistado para el documental Escuela Santa María de Iquique, 1907, filmado por la Universidad de Chile en 1969, durante el gobierno de Salvador Allende (visible en la página Youtube): 

Marcha de huelguistas a Iquique. 1907
“Así llegó el buen día, el día del principio para ir al día fatal. Partieron, señores. A la Oficina Santa Lucía. Vamos agarrando la línea del ferrocarril. Las ocho, las quince, las veinte cuadras, el gentío, algunos ya se les acababa el agua, ya venía el hambre, ya la guagua pedía era agüita, ya la hijita que venía andando se caía al suelo y era incapaz de andar, sabíamos bien que había mucho sol y más aquí.” 

En la marcha había mucho más de cinco mil personas de las clases más bajas. Partieron de la salitrera San Lorenzo a la Santa Lucía, y de ahí a San Antonio, para agruparse y dirigirse a Iquique. En la entrada de la ciudad, los esperaba la guardia montada y los granaderos para impedir su paso al interior de la ciudad. El regimiento llevó a los manifestantes hasta el Club Hípico de la ciudad donde supuestamente serían escuchados por las autoridades. De allí, tras algunas horas de espera, son llevados al patio de la Escuela Domingo Santa María, en el centro de la ciudad, siempre con la promesa de que sus reclamos serían escuchados. Los manifestantes deciden organizarse para unir criterios en la negociación para la solución de la huelga con las autoridades. Así lo explica el historiador Rigoberto Sánchez, en el documental de 2007 Masacre en la Escuela Santa María para Iquique Televisión (visible también en Youtube): 

“Y va a haber un equipo directivo, el comité central de la huelga, donde van a estar los delegados de cada una de las oficinas en huelga, y se van a constituir comisiones de trabajo -para usar un lenguaje actual-. Una dedicada al cambio de ficha, para poder adquirir artículos de consumo acá en el comercio local. Otra dedicada al cuidado de las dependencias y a evitar la embriaguez de los trabajadores, y un equipo que va a negociar con las autoridades.”

El pliego de peticiones que los obreros –mineros, ferroviarios y portuarios- entregaron a los militares, que ya tenían toda la ciudad custodiada, contemplaba varios puntos, entre ellos los principales eran: pagos de la jornada a 18 peniques, supresión del sistema esclavista de pago en fichas, cubrir las bateas en prevención de accidentes (seguridad laboral), escuelas para los hijos de los trabajadores, e indemnización al desahucio (despido justificado y remunerado). Los dueños de las industrias salitreras se negaban a ir a negociar con los trabajadores hasta que no depusieran la huelga, pero estos se negaban a volver a sus puestos de trabajo hasta que no les atendieran sus patrones. Al lugar se apersonó Carlos Eastman, quien ostentaba el cargo de Superintendente, y asume el papel de mediador en el conflicto, sin éxito ante el poder manipulador de los empresarios. Sin embargo, la realidad es que el Ministro del Interior, Rafael Sotomayor, y el propio Presidente de la República Pedro Montt, habían dado la orden expresa, por escrito, de prohibir la libertad de manifestación a como diera lugar así tuviera que usarse la fuerza, ya que la misma rondaba los diez mil huelguistas, y no sólo estaban en el patio de la escuela, sino que ocupaban también la plaza central de la ciudad. Cabe destacar que para el momento, Chile enfrentaba una fuerte devaluación de su moneda. El General Roberto Silva Renard, el jefe militar de la región, recibió entonces una orden directa del Presidente Montt mediante telegrama: “Adopte toda medida para cesación inmediata de huelga. Montt”. De esta manera, Silva Renard pretendió dar la orden a los manifestantes de marcharse a sus lugares de trabajo, pero, como era de esperarse, estos se negaron ya que sus patrones no les daban la cara.

El informe que Silva Renard envía al Ministro Sotomayor, justificando su acción, detalla cínicamente los hechos: 

Huelguistas asesinados en Iquique. 1907
“Como usted comprenderá, los oradores no hacían otra cosa que repetir los lugares comunes de guerra al capital y al orden social existente”. (Archivo General de Chile, citado también por el historiador Sergio Grez Toso en su ensayo Matanza de la Escuela Santa María de Iquique 1907. Guerra interna preventiva del estado chileno contra el movimiento obrero, en la página web http://relaho.org/documentos/adjuntados/article/154/greztoso1.pdf). 

Finalmente, a las 3:30 de la tarde del 21 de diciembre, Silva Renard grita la orden de fuego contra los delegados que estaban en la parte alta de la escuela y contra la multitud en general. El parte oficial de la matanza sólo reconoció 120 muertos, sin embargo, diferentes testimonios de sobrevivientes y testigos que se recogieron a lo largo del siglo XX, dieron fe de que allí, en poco menos de un minuto (treinta segundos exactamente admitió el mismo Silva Renard en el citado informe), el ejército asesinó entre 2000 y 3000 personas, entre hombres, mujeres y menores de edad. Dichos sobrevivientes huyeron del sitio, derrotados, heridos, humillados, ensangrentados, con sus familiares asesinados y además, obligados a volver a sus puestos de trabajo, mientras sus muertos dejados atrás en el centro de Iquique, fueron enterrados en una fosa común a las afueras del pueblo. Por lo escandalosa de la masacre, y la cobertura mediática que tuvo, el Congreso Nacional ordenó crear una Comisión Oficial de Investigación del suceso… la cual nunca fue conformada. En 1914, en general Silva Renard fue mortalmente herido por un sobreviviente de dicha masacre, uno de los reconocidos fundadores del movimiento anarquista chileno Antonio Ramón Ramón, quien vengó la muerte de sus familiares asesinados por orden del militar… Lo único parecido a la justicia que hubo para quien causó tantas muertes.

Hoy, por decisión de la Presidenta Michel Bachelet, cada 21 de diciembre, desde el centenario de la masacre en 2007, ha sido declarado Día de Duelo Nacional y se creó un monumento en homenaje a los y las mártires de Iquique. Sin embargo, las secuelas de la masacre están aún vivas en la pampa chilena, en los kilómetros y kilómetros de carreteras solitarias, con ruinas de lado y lado, en la larga costa donde sólo se oyen el viento asediando desde el desierto de Atacama y el mar en su eterno ir y venir desde el Pacífico, todo en una conmovedora gran desolación. 

Isaac Morales Fernández 
(publicado originalmente en la Revista Unidad de la Central Bolivariana Socialista de Trabajadores de Venezuela, correspondiente al mes de octubre de 2014)

El hermoso fascista ha muerto. Primeras impresiones por la muerte de Chespirito

No pretendo agradar a nadie con esta nota. Realmente pretendo plasmar los sentimientos encontrados que, desde que me hice adulto, comencé a tener sobre Roberto Gómez Bolaños “Chespirito”, o más específicamente sobre su personaje inconfundible: El Chavo del Ocho. Y es que uno no piensa que murió el actor: uno siente que murió su personaje más famoso, y eso puede llegar a doler, como si una parte de la infancia de uno murió con él, porque el Chavo del Ocho no fue cualquier personaje de la farándula televisiva latinoamericana.

Muy raras veces dedico una o dos líneas a alguna noticia asociada con el mundo de la farándula y la televisión, pero sin duda la muerte de Roberto Gómez Bolaños tiene algo de amargo, un sabor muy desagradable para Latinoamérica. Yo no sé exactamente como hizo un tipo tan retardatario, conservadurista, derechista y hasta fascista como Roberto Gómez Bolaños para crear el personaje de El Chavo (y todos los demás, con el Chapulín Colorado de segundo en la fila). Yo recuerdo de niño haber visto día tras día, capítulo tras capítulo, a ese personaje infantil que vivía dentro de un barril en medio de una vecindad sumamente pobre, y recuerdo haberme conmovido muchas veces por ello. De adulto me di cuenta que El Chavo del Ocho, su mensaje o su cosmovisión era mucho más revolucionaria que su autor/actor. Es que El Chavo es en buena medida un asunto ya cultural latinoamericano que hace mucho tiempo trascendió la mera pantalla televisiva mexicana. De tal manera que no hablaré de la persona, más que todo por respeto a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, sino de lo que al fin y al cabo interesa en el arte: de su obra, de su obra en un contexto social de un país atolondrado por la burguesía. 

¿Cuántas veces no sufrimos con el Chavo su pobreza extrema? ¿Cuántas veces no sentimos empatía y conmiseración por él? Y todo lo que giraba a su alrededor lo ponía a uno de niño a pensar: la doble moral de Doña Florinda y el Profesor Jirafales, lo obstinadamente mimado y malcriado de Quico, el Señor Barriga y su posición económica apenas medio superior pero que ya lo hacía asirse de una partícula de poder por sobre los arrendados, y además de todo eso la relación hermosa entre padre e hija de Don Ramón y la Chilindrina. Casi podríamos hacer una radiografía de todos esos personajes y todos nos llevarían a un mismo lugar: la conclusión de que este mundo vale la pena cambiarlo por algo menos grotesco y más hermoso. Esto no es algo que uno pensara de niño, por supuesto, pero sí es algo que uno concluye con el pasar del tiempo.
Otras impresiones guardé para siempre de las últimas veces, ya adolescente, que miré El Chavo, que hoy vienen a mí al lamentar la muerte de lo que era Roberto Gómez Bolaños a fin de cuentas: un ser humano, y toda vida humana que fallece es lamentable, más aún cuando esa vida ha sido dedicada a la creación. El Chavo vivía en un barril, sin padre ni madre, sin nombre (pues recordemos “el chavo” no es otra cosa que “el muchacho”), un niño de la calle abandonado a su suerte que encontró una casa de vecindad que lo acogiera en su patio central. Bien pudo el Chavo haber dormido en un catre, una esterilla, unos cartones, una colchoneta, en fin, horizontal y medio cómodo, pero no: el Chavo escogió un barril y una posición fetal de cachicamo asustado, como si aún necesitara ocultarse, blindarse de alguna manera contra las injusticias del mundo. Por supuesto ese escondite o blindaje no era tan efectivo. Normalmente todos lo respetan en su minúsculo espacio llamándolo parados al lado del barril como quien llama por una ventana, pero fue común ver como sucedían accidentes de todo tipo, es decir, cosas que le caían en la cabeza aun dentro de su barril, desde agua hasta basura. Allí el Chavo recordaba su tragedia: no tenía como protegerse totalmente aunque lo intentara. ¿Cuántos niños y niñas que hoy llamamos de la patria, que los hay en todo el mundo, viven en esas condiciones de indefensión, expuestos a los accidentes de una humanidad torpe que no ha sabido garantizarles una vida digna, una infancia plena? Sin duda esto es, como la muerte, algo para sentarse a llorar. Afortunadamente en la vecindad, que además adopta el nombre del singular personaje, “La Vecindad del Chavo”, nunca faltó quien le diera algún alimento, algún cobijo de alguna manera, nunca faltó quien compartiera un juguete con él, dentro de la pobreza circundante, de la opresión en que vivían esos personajes.

Doña Florinda: ¿cuántos terminamos odiándola, a ella y a su mimado hijo, por hacernos reír de su injusta calumnia y consecuente desprecio y maltrato contra Don Ramón, cuyo único defecto siempre fue no conseguir una chamba estable para poder pagar la renta? Doña Florinda crió sola a Quico, sin padre desde que este la dejó –¡típico!-, pero no pudo nunca ser “madre y padre” como se dice comúnmente, no pudo ser una mujer “echada pa’lante” para mantener a su hijo: siempre pendiente de que el profesor Jirafales le diera el amor y las comodidades que necesitaba y que su pequeño restaurante (más bien una modesta lunchería) no podía satisfacerle. No dudo que ambos personajes se amaran de verdad, pero era un enamoramiento anacrónico, nadie hubo jamás que les dijera que los adultos no pueden enamorarse como los preadolescentes, sobre todo cuando hay niños de matrimonios anteriores de por medio. ¿Hasta cuándo pensaba el profesor Jirafales tener a Doña Florinda con un enamoramiento platónico, por no decir pueril, en vez de convertirse de verdad en la figura paterna que necesitaba Quico para dejar de ser tan mingón, malcriado, engreído, pedigüeño y avaro? Porque el Profesor Jirafales es un hombre correcto, continuamente lo vimos demostrar tener alto sentido de la honestidad, de la ética, además de una elevada cultura dada su condición de docente, independientemente de que “tarareara” cada vez que lo obstinaban los niños. El profesor Jirafales sin duda fue siempre esa autoridad paternal, amorosa y positiva, que necesitaba el pequeñoburgués de Quico.

Por otro lado, tenemos a Don Ramón: un hombre que no tuvo suerte para conseguir nunca un trabajo estable. Eternamente desempleado, es para mí la imagen clara de un estrato social marginado, condenado a ser pobre cultural y socioeconómicamente para siempre. Además de eso, viudo, pues la mamá de la Chilindrina murió cuando ella estaba más pequeña (creo recordar lejanamente que en algún capítulo lo dicen). Don Ramón afronta entonces, con todos sus defectos, con todas sus contradicciones, la crianza de su hija: la levanta temprano para ir a la escuela, le prepara el desayuno, está pendiente de sus tareas, la aconseja, la protege y la defiende cada vez que la ve llorando con su escándalo peculiar. Paralelamente, La Chilindrina es la única que defiende a su padre de los insultos de Doña Florinda, de los acosos del Señor Barriga, y cada vez que puede le dice una cantidad de cursilerías cariñosas a su padre para mantenerlo contento. Por supuesto, no tengamos duda de que a la Chilindrina siempre le hizo falta su madre: lo malvestida que andaba siempre, manchada, con los botones mal abotonados, los lentes torcidos, las coletas disparejas, es pruebo de ello. Es una cosa casi arquetipal, no digamos estereotipal porque sería ofender. Digamos que Don Ramón hace lo que puede. Al igual que Doña Florinda con Quico: este último siempre está bien vestido, bien peinado con su respectivo gorrito, y apenas se medio ensucia la mamá lo regaña. 

Don Barriga es el ser más detestable y por ello el más grotesco de los personajes. No es gordo porque tenga un problema de alimentación, ni porque su obesidad simbolice problema de salud: es gordo porque simboliza la abundancia, la opulencia, él es La riqueza de las naciones con patas. Por ello cada vez que entra es objeto de burlas y sufre los peores desmanes y accidentes por las travesuras de los niños. Hasta le confunden el nombre porque, básicamente, el Señor Barriga es un desclasado, una contradicción andante: él sólo cobra la renta para los verdaderos dueños, invisibles y desconocidos para los niveles sociales más bajos. Hace poco un grupo de intelectuales llegábamos a la conclusión de que la peor carrera universitaria que ha creado el estado burgués es la de Administración de Empresas: implica administrarle los dineros a los poderosos. Es equivalente a los capataces de la esclavitud, que eran los mismos negros, pero no cuales quiera, sino los chupamedias y autonegados, los que fueron capaces de levantar el látigo contra sus iguales. ¿Cómo concluyo todo eso del señor Barriga, si se supone que él es el “dueño” de la vecindad? Pues porque si realmente el paltó, la corbata, los pulcros zapatos y el lujoso maletín que carga significaran que es un clase media (por lo menos), su hijo Ñoño no estudiaría en la misma escuela que los demás niños de la vecindad.

Y en medio de todo esto, volvemos al principio, está el Chavo, con un solo tirante, con su gorrito de los años cuarenta, con sus pantaloncitos brincapozos, con sus zapatos desgastadísimos, hablando y hablando sin parar, defendiéndose como puede, expresándose desesperadamente hasta quedar hablando solo con la mayor sinceridad y desparpajo, con la verdad doliente para quien fuera, con su pobreza y su tristeza a cuestas perennemente, y sobre todo y por encima todo, redundo adrede, una imaginación imparable, con el “¡zas!” y el trote estacionario cada vez que se le ocurre una genial idea, con su capacidad para imaginar juegos, juguetes, situaciones, artefactos, roles, aventuras, en fin, una creatividad que al final de cuentas es la que salva a todo niño de la miseria humana, de la miseria adulta. Es la capacidad de crear mundos imaginarios la que nos hace seguir llevando internamente y con nostalgia ese niño, ese paraíso perdido en le corazón al cual nunca volveremos. Y así, todos y todas, durante dos o tal vez hasta tres generaciones, en toda Latinoamérica (no nada más en México) crecimos junto a ese chavo que nunca creció, eternamente de ocho años, y lo llevamos en el alma como un recuerdo de cómo se podía ser feliz con sólo nuestra imaginación y nuestra creatividad.